Este es un libro ingenioso. Podría
haberse titulado ‘La mujer que miraba a los hombres que diseccionaban
cadáveres’. Pero, ni es un ensayo – aunque todo lo que hay en él sea tan cierto
como cuestionable -, ni una novela de terror – si bien es tan, o más, macabro -.
Es una narración de bromas infinitas donde un ojo forense analiza a los
viajeros y el otro cartografía un viaje al interior.
Entramos dentro de la
trama – muy a propósito fraccionada - y la trama se nos mete dentro; la autora
sabe que lo que quiere contar es escurridizo, y por eso requiere de ficción, y concatena
exquisitos cuentos siniestros con eslabones de relatos cortos para narrar las
mil y una noches de los peregrinos a los que persigue, y a los que convierte en
personajes, a través de aeropuertos que son ciudades estado, de ciudades que
son tocones de árboles gigantes, de muelles donde los ferris escapan de su ruta
hacia el océano, o - viajando en el tiempo - en una diligencia que transporta a
un corazón polaco.
Consigue que nos olvidemos de quién
escribe y de repente reaparece como un personaje más de un diario que es parte
de una crónica que acomoda y arropa a todas las voces del viaje, permitiéndoles
salir, y entrar de nuevo para conversar con la voz anterior y amplificar así el
relato.
“El relato tiene una inercia que
nunca se puede controlar del todo.”
“No existe ningún todo.” Al menos ninguno que
sea abarcable. Todos somos páginas de un libro que no se detiene; si arrancamos
una hoja para analizarla conseguiremos saberlo todo sobre una hoja muerta y un
libro roto. Por eso, cuando nos detenemos durante demasiado tiempo en un sitio,
o en un pensamiento, cualquier tema nos parece mortal; en cambio, “la gente que
está de viaje lo percibe todo como inmortal”. El movimiento nos obliga a estar
atentos a la belleza fugaz que escapa de la oscuridad circundante.
Más que viajar, pivotamos. Existe un
punto fijo – ¿o son más de dos? -, una intersección, un lugar concreto, un
hecho en torno al cual hacemos girar la vida. Por eso cuando viajamos – cuando
tomamos decisiones hacia dónde ir – nos planteamos si el destino está
“demasiado lejos o demasiado cerca”. La cuestión es si al menos en nuestro foro
interno sabemos de qué estamos hablando cuando nos planteamos: “Demasiado lejos
¿de qué? Demasiado cerca ¿de qué?”. No lo sé, pero bailar y perderse quita el
amargor. Divertido, y absurdo a la vez, es que, probablemente, ese punto tiene
para nosotros tal trascendencia gracias a algo tan fugaz que es intangible,
incomprensible, e invisible a otros ojos.
“Borro de mis mapas todo lo que me
hiere.”
La fugacidad – ese punto - esa
intersección del tiempo, tiene la virtud de no hacer mérito suficiente para
quedar atrapada: “el punto donde la línea recta que va de ninguna parte a
ninguna parte converge por un instante con el círculo. Como Kairós, que siempre
opera donde se cruzan el tiempo humano – lineal – y el divino – circular.” Por
eso el cine nos fascina, porque amplía con una inmensa lupa lo volátil de ese
punto fijo y fugaz; un Brigadoon. Por
eso nos quedamos mirando durante un rato un cuadro que nos llama la atención, viajamos
a través de él hacia esa fugacidad privada y nuestra, que se asemeja a la luz
delineada. Por eso guardamos ciertos libros y nos aferramos a ellos, porque hay
una verdad secreta que hemos vislumbrado en los contraluces y claroscuros de
sus frases.
“No os cortéis, sacad vuestros
cuadernos y escribid.”
“Es la forma más segura de
comunicación.”
“Nos inmortalizaremos en hojas de
papel.”
Después del baño - Estudio de la luz de Sorolla (Museo Sorolla) |
El personaje que pone el título a
esta fábula de cuerpos y fragmentos rotos, susurra lo siguiente al oído de
quien fue feliz mientras fue errante: “Quien rige los destinos del mundo no
tiene poder sobre el movimiento.” Por eso, “muévete, balancéate, camina, corre,
huye” – busca, observa, obsesiónate solo con lo que está en tus manos y no
tengas miedo - para escapar de “pensamientos inútiles” que “empequeñecen el
alma” y fijan la mirada en el dolor “como si tu vida fuera un castigo” cuyo
crimen desconoces.
“Ni la derrota ni el mayor de los éxitos
estimulan la escritura.”
“Solo la inquietud y la incertidumbre
inducen a escribir en bolsas de mareo.”
Lo curioso es que el punto fijo y
fugaz solo nos lo cruzamos una vez – o ninguna, o dos con suerte -, y sólo si
nos movemos. Y nos vale su reflejo, una semejanza, un sueño, para seguir
adelante. Hay errantes vagabundos, y hay pequeños errantes que vienen y van por
puertas secretas: de arte, libros, o imaginación. Hay quien, sin tener madera
de errante, se ha agarrado a un punto fijo con tal obsesión que se mueve hacia
delante en perfecta circunferencia. Hay quien recoge una antorcha y vive bajo
su sombra sin buscar otra fuente de luz. Hay quien, de tanto buscar, ha visto
un rayo verde. Y hay quien lo espera todo sin moverse, y no envidio la fuerza
que los mantiene en equilibrio; no estoy hecha para una oscuridad de tal
envergadura.
“Me temo que esta aritmética
durmiente no se puede tomar en serio.”
En el fondo – pero muy en el fondo -
la intención de Los errantes es
quitarle sangre al asunto de morir para respetar a cambio el asunto de vivir –
pero cómo morir, y quedar muerto, es una cuestión principal que es materia de
los vivos -, como ya escribiera Montaigne. Y es en el cuerpo – ese elemento
que nos seduce y nos aterroriza porque es en él donde se concentra, y se
representa de forma dúctil, la transición entre la vida y la muerte – donde el
libro nos invita a viajar, y, más precisamente, en el cuerpo atrapado,
embalsamado en un espacio que lo menoscaba, lo denigra, o lo hiere. Tokarczuk
busca restituir la dignidad y el valor del cuerpo autónomo, al tiempo que
reivindica la entidad del lenguaje privado.
“Dejar tras de sí esa expresión
anónima de inquietud.”
Cruzamos con ella la laguna Estigia
atravesando los seis cuentos principales mientras ella – el barquero –
intercala pequeñas anécdotas de cicerone para dirigir nuestra atención hacia
algún punto del paisaje.
El paso de la laguna Estigia - de Joachim Patinir (Museo del Prado) |
Lo mejor del libro es la actitud hacia
el lector; esos espacios en blanco que provocan un diálogo en el que
ambos realizan descubrimientos. El guía nos hace desviar la mirada hacia una
ballena varada en la orilla tras la cual hay un panorama esperpéntico donde
taxidermistas, embalsamadores, anatomistas y otros personajes celosos del
cuerpo ajeno, extraen la sangre de los cadáveres para ofrecernos la
intranquilizadora sensación de que la apropiación de los otros, la
cosificación, y la preservación de los individuos, para finalidades intrusas, y
extrañas al personaje ultrajado, – díganse reliquias, disecciones, intrusiones
en la intimidad -, convierte para siempre lo original en copia; o aceptamos la
vida como un todo inabarcable o solo atraparemos la quietud de lo inerte. Y
pone el dedo en la llaga, entre los vasos sanguíneos desnudados por “sagaces
plastinadores”, para cantar una elegía con música de Requiem que clama piedad y paz para los cuerpos.
¿Lúgubre? Yo diría, turbador. El texto es vivaz, sagaz y está lleno de un humor sutil y penetrante. Solo con la bufonada de los ictiólogos creacionistas, o con el escarnio del gato del Dr. Blau, tenemos para reír un buen rato. Cómo no iba a ser macabro si su eje es el cuerpo y el punto fijo del que huye y al que vuelve es el dolor. Un viaje que intercala gravedad y travesura; una auténtica batalla contra la lógica “aplastante”; un libro sobre el alma y la ostentación de poder; una defensa de la narración y la ficción ante la visión pura, escueta y exclusiva de la disertación de conferenciante; una búsqueda al sentido del dolor, que otorga a la música el honor de recoger las almas, y a la narración privada - al cuaderno de viaje - la majestad de la suprema comunicación.
“Me conmovió aquel acto unilateral de
comunicación.”
Debemos cuidarnos de los mundos donde
las personas se mueven únicamente “como si una correa tirara de cada una de
ellas hacia un décimo piso donde poder taparse con el edredón hasta la cabeza”.
“A veces, cuando tengo que comparecer
en algún lugar inexistente
(intento no guardar rencor)”
Lucía Alcina
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