Ilustración de Lucía Alcina
Al igual que los alumnos de la academia Welton, tuve un buen profesor; cuando todavía tenía el cerebro blandito, los ojos abiertos, y el espíritu crítico del comienzo de la edad adulta.
Ese profesor me enseñó. Me demostró que se puede ser notorio haciendo grandes afirmaciones, pero que ninguna posición firme es absolutamente verdadera.
Como
a un Sócrates, teníamos la suerte de escucharle muy temprano durante el último
curso antes de salir al mundo. En esos diecisiete años que van forjando la
mayoría de edad para encarar la realidad fuera de las aulas.
Cada mañana nos desgranaba una teoría del mundo, nos la
explicaba hasta que todos nosotros creíamos firmemente que era la auténtica
verdad. A la mañana siguiente rebatía esa teoría, hasta hacernos ver la
relatividad de los argumentos que la sustentaban.
Y
así, durante un año, y cada mañana, nos fue demostrando que debíamos estar
alertas, y no dejarnos llevar por cada teoría bien fundamentada que se cruzase
en nuestro camino.
Nos
demostró que la inteligencia es un continuo, un desacuerdo con la conformidad,
una suma y un contraste de todo aquello que observamos, oímos, y palpamos.
Aquel profesor nos enseñó a no detenernos en una rama, y a soportar la sensación de vacío al no poder abarcar toda la verdad. Nos enseñó a no firmar por siempre jamás. No nos enseñó a caminar por la tierra. Pero nos enseñó a sobrevolarla, y a observar con atención.
Aquel profesor nos enseñó a no detenernos en una rama, y a soportar la sensación de vacío al no poder abarcar toda la verdad. Nos enseñó a no firmar por siempre jamás. No nos enseñó a caminar por la tierra. Pero nos enseñó a sobrevolarla, y a observar con atención.
Los buenos profesores nos enseñan a volar. A vivir aprendimos solos. Aún así, cada día agradezco más esa capacidad de despegarme de la tierra.
Ilustración de Lucía Alcina |