jueves, 19 de mayo de 2011

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Allen, y la imaginación como antídoto . Midnight in Paris

Allen, y la imaginación como antídoto
Artículo: Lucía Alcina

15 de mayo de 2011

Ayer fui a ver Midnight in Paris, de Woody Allen. Al salir del cine, una tormenta primaveral nos impidió comentar qué nos había parecido. Mientras iba hacia el coche empezaron a surgir las preguntas. ¿Por qué había elegido el director a Owen Wilson como protagonista? ¿Por qué daba la impresión de ser una película más compleja, detrás de su sencillo argumento? ¿Por qué me surgían “preguntas” en lugar de opiniones?

París. Imaginemos. Allen tiene ante sí la ciudad de las luces y decide pintar un cuadro impresionista, plasmar el instante, sin reparar en las formas, dejando que el espectador con su mirada acabe el cuadro. Cada espectador, un cuadro. Cada visión, una verdad. Creo que Woody Allen ha querido hacer una defensa de la individualidad frente al pensamiento único. No en vano hace un guiño al Renacimiento hacia el final de la película.

Allen es capaz de mostrar esa impresión sutil de falta de libertad sencillamente desnudando a sus personajes: al que piensa por sí mismo, es fiel a su verdad y sincero con el mundo como el espectacular Hemingway interpretado por Corey Stoll; al que opina y unifica todo pensamiento en el suyo propio, al que no piensa por sí mismo y se abandona ciegamente; y especialmente a la futura esposa, personaje que, ni crea, ni opina, pero obliga a los que le rodean a seguir una corriente de opinión.

La futura esposa es un personaje aterrador que Allen presenta graciosamente envuelto de un cuerpo maravilloso y una auto-seguridad extrema que la lleva a establecer a su antojo el orden del “bien y el mal”. Su atractivo directo y agresivo queda grabado en la retina.

Y al llegar al verdadero protagonista, Gil Pender de Pasadena, tengo que respirar profundamente unos segundos. Reflexiono sobre el casting. Imagino a un Adrian Brodi en la piel de Gil y en la fantástica comedia de la que hubiésemos disfrutado. O a Ethan Hawk y cómo la comedia romántica se hubiese renovado. Pero tal y como decía Paul Gauguin, “yo las pinto así, porque las veo así”. Y aquí es donde encontramos la mirada del director (mirada, y no interpretación). El protagonista no debe desviar la atención del cuadro. Y afortunadamente el papel de Dalí demuestra que estaba esperando al Sr. Brodi para que lo interpretase. Magnífico Adrian Brodi.

Para evitar la empatía excesiva, Allen escoge a Wilson, como el pintor que elige su color base para expresar armónicamente su gama de colores. Para poder deslizar el pincel, y dar pinceladas sorprendentes, sin que se eclipsen unas a otras. Estudiando la luz de forma tan natural, que no genere claroscuros al mostrar el contraste entre la musa incandescente, que representa Adriana, y el hermético mundo de Paul el pedante.

Porque Gil Pender de Pasadena es un hombre corriente, sencillo, normal, libre, “un hombre en su sentido más honroso” como diría Thomas Mann. Es un personaje que vaga, se pierde, comete errores, sueña despierto, y busca dar sentido a su vida intentando sacar de sí algo que valga la pena, algo que haga feliz a los demás como Hemingway o T.S. Elliot le hicieron feliz a el.

Y decide correr la aventura de averiguar quién es en realidad. Cree que lo hace vagando, y que es tan sencillo como esperar a las campanadas de medianoche. Porque Gil tiene una herramienta portentosa que nos transporta a otra época. La imaginación. Ese instrumento pernicioso que su aterradora novia califica de tumor. Esa capacidad de ver las cosas de otra manera, la capacidad de describir una pintura sin haber leído sobre ella.

Ante la dificultad de plasmar esa voluptuosidad de impresiones, Gil vaga en la noche parisina a la espera de que la “calabaza” se convierta en un automóvil de principios de siglo, y los príncipes de la generación perdida le saquen a bailar hasta que su obra cobre sentido.

Comienza entonces el apasionante juego en bucle de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. La verdad se presenta con el rostro de Hemingway, la exquisitez se enmascara de Fitzgerald, la rebeldía se viste de Zelda, la magia de Dalí, y la sabiduría se acomoda en el cuerpo de Gertrude Stain. Y para poner en marcha todo ese engranaje encuentra el motor cuyo contacto hace dejar de temer la muerte, el alter ego de la pasión, su musa.

Adriana. La película gira en torno a ella, musa a la que el protagonista sigue a través del tiempo para despojarse de lo artificial. Es ella quien defiende la fidelidad anatómica del dibujo trazado por T. Lautrec frente al manierismo de Modigliani. Es la voz que apuesta por la libertad del espectador a conocer otras épocas, y busca al artista a través del tiempo.

Y cada noche Gil sale a buscarla meciéndose al ritmo de C. Porter. El deseo de escapar del ser humano siempre llega a ese cruce de caminos en el que debe decidir entre dos realidades. ¿Cuál es aquella por la que lo damos todo con inmensa felicidad…?