sábado, 23 de marzo de 2013

A “Woody Night” Crónica de una noche sugerente

Artículo: Lucía Alcina

Los dados de gelatina saltaron por los aires.
Ostras, patés y vinos se balanceaban sobre las bandejas de plata. Cerraditos, apretujados en las estanterías, temiendo un revolcón gastronómico, los libros observaban el baile. Y a nuestros pies se lanzó la empleada de la librería, servilleta en mano. ¿A quién se le ha ocurrido dar un cóctel en una librería de cine?

Los tiempos han cambiado. Todo es cachivache multiuso para bandear el temporal. Y en este ambiente crecen las ideas nuevas, y los espacios se reconvierten en lugares de uno u otro uso. Donde había una pila de libros clásicos dos abuelitas toman café. En las vitrinas se despliegan papiros con la sinfonía del Atlas de las nubes.

Una pared sale del armario vestida de un largometraje. Y el mostrador de información se ha convertido en una barra de vinos afrutados. Los libreros intentan pasar desapercibidos mientras los camareros del catering navegan entre un mar de periodistas de lo más variopinto. Una especialista en agricultura charla con la que acaba de llegar de una recepción con la reina, cuando un crítico gastronómico les interrumpe para invitarles a la presentación de un libro sobre el sexo y la noche.

Precedida de un apunte de seis meses y medio de vida, la jefa de prensa olisquea el jamón prohibido que como un violín pasea acunado por toda la estancia . Los de las agencias hacen piña y comentan los tsunamis provocados por las oleadas de blogs y la desaparición del papel. Todo el mundo se está poniendo las pilas. Y en este entorno neoyorquino en el centro de Madrid, entre columnas, vino, libros y caviar, el cambio promete ser de lo más emocionante.

Iban a dar las doce. Y cenicienta se perdió en otro cuento. La que apareció no era la protagonista de la película sino el ser menudo y sonriente en el que se inspiró el guión. Una mujer pequeñita, casi centenaria, que enamoraba con sus rasgos suaves al tropel de invitados. Encaramada en un sofá que parecía salir de la escenografía bailante de Joe Wright, se aferraba a la mano de su intérprete y a cualquier otro asidero a su alcance.

El tiovivo del cine no la apabullaba, probablemente era el olor del vals del jamón. Con las copas en la mano, los tres periodistas se encaminaron hacia el exterior para abrir la puerta de un taxi, abandonando a la singular musa en un apasionado abrazo al sabroso invitado porcino que había arrebatado al violinista.