jueves, 15 de julio de 2021

La vida cuando era nuestra, de Marian Izaguirre

Transcripción del diario de la lectura realizada en septiembre de 2020

 

16 de septiembre de 2020

 

Me siento fuera, en la butaca, a leer La vida cuando era nuestra, de Marian Izaguirre. Las hojas amarillas del ficus cubren el suelo de terrazo y el contraste de la loza roja con las hojas caídas dibuja un prematuro otoño; el ficus estuvo sin regarse durante nuestra ausencia de quince días.

Suena una música juglar en un lugar indeterminado – sonidos de una flauta que encuentra su eco en el falso patio de vecinos que la pandemia ha creado en el hueco entre mi edificio y el de enfrente -. Las notas, tocadas con un tempo irreal, provienen de más arriba, de alguna de las terrazas.

“Sobrevivir, ese es el verdadero sentido de mi sueño. Permitirse el lujo de sobrevivir.”

 

22 de septiembre

“Tantas excusas y explicaciones, no valen para nada cuando me enfrento a la infancia. Está guardada en esta cocina, anida en el frutero, en los platos de peltre, en los ojos grises de Madame Hervieu. Mi infancia. Lo que yo era.”

 

26 de septiembre

No hice nada de lo apuntado. Por fin me ha atrapado un libro. Me gusta su geopolítica, su capacidad de entregarse a momentos concretos que profundizan en una narración extraordinariamente fluida, su inteligente sentido de la composición; los detalles, esa artesanía propia de los grandes arquitectos de historias: crea espacios y conexiones entre espacios, proyecta rincones y fragmentos de desconexión.

“En una narración hecha de fragmentos como esta, ustedes se preguntarán sin duda a qué viene dar tantos detalles sobre esta mujer desconocida.”

El detalle, en un fragmento de vida, nos indica cuán importante es ese momento en el que el sentimiento prevalece sobre la acción.

Quizá es porque hoy he soñado y soñar es el mejor regalo que posee nuestra especie destructora; o quizá porque cada día me afianzo en la idea de que lo intangible – los sentimientos – nos construyen más que los hechos y tratamos de retenerlos en esos detalles; quizá, digo, sea por eso que he unido mis pensamientos a la palabra de la autora: “fragmentos”.

 

“Sé que todo eso ocurría por una simple razón: estaba sola.”(…) “No voy a decir que me sintiera desolada, ni triste, ni nada por el estilo, pero sí me sentía en manos de lo extraordinario. Sola y alerta.”

 

Leo ese párrafo y recuerdo perfectamente haber vivido algo así en París. Ese París que Marian Izaguirre describe con pinceladas llenas de atmósfera, de contrastes, de color y de vida. Las ciudades y los países son protagonistas tanto o más que los personajes que trazan la dirección de la historia; una única dirección - hacia adelante – pero en dos tiempos que la autora conecta mientras los hace correr en paralelo hacia un punto de fuga común: un libro capaz de trastocar el tiempo y las historias. Un libro que simboliza la amistad, el intercambio, la conversación, la memoria, el motor y el juego. Dadme un libro y moveré el mundo, parece gritar esta novela.

Los contrastes – alegría, dolor, miedo, niebla, frío, libertad, castigo –, la descripción de los lazos familiares, los instantes que nos marcan en la infancia, llenan de perspectiva un paisaje largo. Un paisaje que imprime carácter, que exige una voz, como en las películas de Scorsese.

La amistad – esa complicidad que es tan difícil de describir y tan versátil como la más maleable de las relaciones humanas – aparece con toda su complejidad como el vínculo cuya intensidad es más perdurable que el odio; al menos para quien ha tenido la enorme fortuna de disfrutar de una verdadera amistad y no una simple relación de conveniencia, placer o chascarrillo.

“En nuestras miles de conversaciones a través de los años, solo hubo dos temas por los que peleamos: sobre el verdadero gusto del azafrán y sobre si es posible distinguir una oveja de otra.”

    “ -    Pero lee, lee siempre que puedas.

Antes de que cerrara la puerta tras de sí, oí que susurraba:

-          Eso te salvará.”

Bibliotecas, librerías – esos rincones que, al igual que los sentimientos poblados de detalles, nos permiten viajar fuera de la realidad compacta – recorren esta novela como un punteado de autores y lecturas, pero también como un dibujo invisible de cómo nos afecta leer determinados libros a una determinada edad.

El lenguaje vivaz que Izaguirre utiliza en los diálogos consigue que toda esa profundidad conseguida vuele sobre las frases de los personajes.

“La épica necesita muertos.”

“El éxito ha conseguido que su ego resulte menos inapropiado.”

Ocurre que, cuando uno escribe y hay una palabra concreta que sientes tuya – no porque sea extraña, sino por ser de tan precisa inusual – y de improviso aparece, la palabra precisa provoca un sobresalto similar a un trompazo contra un antiguo amante en la penumbra de una escalera. Hay un momento de silencio que se clava como un aguijón portador de una sustancia turbadora, paralizante. Me guardo la palabra y continúo leyendo con el escalofrío en el cuerpo; una palabra puede expresarla cualquiera; con ese sentido, no.

Una, que anda sensible, me digo; nada, coincidencias, como la de los nombres que la autora ha elegido, quizá al azar, para los personajes de los que se enamora la protagonista; y que en mi caso eligió el destino, y no son personajes.

Cierro el libro y lo sujeto cerrado con mi mano derecha sobre él, como en una de esas despedidas en las que deseamos llevarnos con nosotros el viaje, los años veinte, Europa, las divertidísimas referencias a los americanos, los libros de viejo, las fiestas, los hogares pequeños, la soledad celebrada, Frances, Henry, James, las imágenes en color que nuestro cerebro ha proyectado al leer un pasaje porque consigue aplacar un pasaje privado.

La felicidad era eso; el puente a la eternidad está en un poema de Emily Dickinson o en una sinfonía de Debussy.


 

 

Transcripción del diario de la lectura realizada en septiembre de 2020

Lucía Alcina 

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