martes, 20 de mayo de 2014

Nuestro ser virtual

El mundo nos incita a compartir cada poro de nuestra piel en sus mil ventanas abiertas; miradores sin techo al que nos invita a quedarnos, hasta convencernos de que son nuestra casa. Un hogar digital desguarnecido, a la intemperie, donde vamos forjando nuestro ser virtual, y olvidándonos de alimentar al humano curvado sobre una silla. Nos impone una nueva medida del tiempo en la que nuestra existencia sólo se reconoce en las incursiones esporádicas en las que somos vistos u oídos.
 
Dibujo de Lucía Alcina
 
A los amantes de la intimidad, esa propuesta intimidatoria del mundo les asusta.  Porque les pide, sencilla, y drásticamente, cambiar la forma de entenderse y de entenderle. Al mundo. Todo pasa a ser leve y transitorio. Como una estación ventilada en la que se airean los pensamientos y los besos. Un salón sin rincones donde las ideas son burbujas que se elevan gracias a su extraordinaria intrascendencia. Causa vértigo. Porque de repente, los sujetos, tendrían que tornarse en efímeras o libélulas, seres pequeños y luminosos cuya existencia es brevísima en el tiempo.

Tal grado de tolerancia a la fugacidad no es humano. Nuestro interior nunca deja de anhelar nuestra propia presencia. Por eso, ése ente brillante y perecedero necesitará romper a nacer en ave fénix múltiples veces al día, en una cadena de inhalaciones y destellos que alcanzaría a vivir en cien millares de frágiles alientos. Esa nueva dimensión del tiempo es una extensión intermitente de nuestro ser, y es atractiva si sabe coexistir con nuestra dimensión real, esa en el que  tenemos un cuerpo que pesa, camina, toca y saborea.

A veces, nuestra inquietud por ser parte del grupo olvida la riqueza que poseemos como individuos, y la lealtad que nos debemos a nosotros mismos. Porque si somos capaces de prestarnos atención, nos daremos cuenta de que somos, cada uno de nosotros, un imperio por conquistar, en el que existimos siempre, aunque nadie más nos piense. Siendo nuestra naturaleza constante y, por eso, capaz, de concentrarse, crear, y componer. Hay pocas cosas tan personales como la elección de las pautas que queremos imprimir a nuestro tiempo.

Como dirían Olaf Stapledon y Giordano Bruno, el cosmos es una infinita pluralidad de mundos, cada uno de los cuales puede asimilarse a un organismo vivo.
Lucía Alcina

viernes, 9 de mayo de 2014

Bajo los olmos de Siberia


Un aleteo de verdes hojas susurra suaves salvas diamante.
Con tibia piel de clorofila filtran la bruma madrugadora.
Polvo de luz que se suspende, en el pasillo flanqueado,
de troncos firmes y arrugados, de cuarteada piel ceniza.
Ella camina, y su mirada, se pierde en copas y repisas, que alojan un canto, un trino alegre, de un pájaro furtivo de verano. No es, ni siquiera, primavera, y esa voz dulce repiquetea, entre las ramas de los pinos, bajando tramos en su vuelo, hasta posarse junto al cuello, donde susurra una corchea. Y en las pestañas salpicadas, de blanca sal, flotan canicas, que se columpian en tobogán hacia las cimas de sus mejillas.
De un brinco se alza, el ave amante, que, mensajero, errante fuga.

Vuelven las hojas a repoblar el sendero amplio de mis olmos, esos del parque que comparto, con mil ciempiés a la carrera, que cuentan vueltas y sub-tramos, en una esfera digital. No mira nadie a las alturas, tráfico abierto y elevado, que sólo un cielo azul y claro surca veloz sobre una nube. No escucha nadie el golpeteo, de un cuco haciendo su casita, en los oídos, unas bolitas, cantan canciones que desconectan. Y aquí estoy sola, entre millones de cables sueltos, que huyen corriendo, junto a lavandas que ya despuntan azul zafiro sobre sus cumbres.

Vuelvo a escucharlo. Cierro los ojos. Revolotea a mi alrededor. Es mayo y vuelve. A un mar de rosas, que cubre el prado en una esquina. Me tararea sus aventuras, me trae la música que ha aprendido, lleno de vida, salta posándose, en trova armónica, sobre una espina. Ruedan guijarros en el parterre, niños que juegan a mover tierras, mi atención frágil pierde el despegue.

Antes de irse, aflora un beso, una caricia, un hasta luego. Deja caer sobre mis hombros el terciopelo de una corola. Sus alas trenzan una sonrisa. Inquieto, alegre, lleno de fuerza, escribe un verso en travieso vuelo, me dice, quedo, en cada sendero, y viajo radiante, risueño, campante.

Cuando las olas se encrespen, huracanadas de viento, en el solsticio de verano, cada mañana, siénteme cerca, piénsame lejos. Porque estaré, cruzando un horizonte inagotable, trepando por las ramas de un flamboyán de Puerto Rico, entre los bosques, sobre la arena, o bajo los olmos de Siberia.
Lucía Alcina